jueves, 2 de julio de 2009

Macad@s





Dejadme que os dedique esta entrada a tod@s los que me seguís. Una foto a modo de metáfora. Sé que casi todos tenemos acumulados algunos golpes. Como decía mi madre de la fruta, está un poco 'macada'. Qué poco escucho ya esa palabreja. Además creo que a esta familia poco le importaría el pecado original y, cual Eva o cual Adán, se lanzaría a por una reineta y, de quedarse con ganas, a completarla con un buen trago de sidra. Así que, al loro, que lo que muestro no es un bodegón, somos nosotros, en amor y compañía, dispers@s y juntic@s (como dicen allá por la Manchuela y por los almudes). Besos a tod@s, habrá algunos días de vacaciones y luego seguiremos goteando en este mundo tan disperso de los blogs, los cuadernos llenos, eso sí, algunos, de verdaderos lujos.

P.D. No me resisto en regalar la palabra 'Macado' a mi amigo Manolotel. Buen coleccionista y usador de palabras.


Y como contestación a las dos entradas anteriores os dejo un relato lleno de intimismo, poesía y nostalgia, tristeza y contención. Su autor, Juan Farias. El título del libro al que pertenece: 'El paso de los días'. Editorial: Alfaguara. Son de esos libros que entran dentro de lo que llaman serie juvenil, infantil, de edades entre...Pero lo cierto es que sus libros, como todos los buenos, no tienen edad (aunque suene a tópico).

Cuaderno 3

La taberna, como todo aquí, es poco, un barril de vino verde, unas frascas de orujo, un tablón por mostrador, una mesa también de roble, moscas cuando era el tiempo de las moscas, olor a vino que ha caído al suelo, el suelo de tierra, un ventanuco al corral, y por el corral se salía al camino.

La tabernera, cuarentona, grande, olía a mujer, y más cuando andaba a pensar en ellos.
Se entretenía en cazar moscas para luego dejarlas vivir; lo hacía con la mano, rápida, delicadamente, las guardaba un momento, en el puño, y luego lo abría, las dejaba volar, irse a la luz, asustadas.
Entró el maestro.
Ya estaba allí el timbalero, a beber para no recordar; pero con beber recordaba.
-¿No vais al cementerio? -preguntó el maestro, y pidió una copa de orujo.
-No era nada mío -dijo la tabernera, y se encogió de hombros.
-Yo tampoco quiero pensar -dijo el maestro.
Se puso el sol al final de la mar, y por el este, por encima de las montañas, empezó a bajar la noche.
Cambió el viento, otra vez al noroeste, otra vez a oler a lluvia.
Los vecinos volvieron del entierro: dos entraron en la taberna a tomar una copa de orujo, un trago de orujo; los otros, siete, siguieron pueblo adentro, todos con lo puesto.
Al timbalero salió a buscarlo su mujer, lo tomó del brazo, tiró de él, y le dijo:
-Ven, cariño, ven, anda. Ven ya es tarde.
Y con el tono dijo más, mucho más.
Él dijo:
-Déjame, mujer.
Ella insistió:
-Ven.
Él pidió otra copa.
-Déjala para mañana -dijo la tabernera.
El timbalero se dejó llevar.
Esta vez, la mosca no tuvo suerte, la tabernera también la cazó al vuelo; pero cerró el puño, deshizo la mosca. Después, mientras se limpiaba la mano en la falda, murmuró:
-Qué asco de vida.
La mujer del timbalero, antes moza dada a la lectura y a confundir realidades, era, ahora, sólo una mujer a cargar penas.
Él había sido timbalero de una orquesta sinfónica, pero le dio algo malo y se le agarrotaron las manos, no pudo seguir batiendo los timbales y se le agrió el alma.
Antes, con él empezaba a hablar Zaratrusta; él era los cañonazos de la 1.812 y los disparos de los cazadores de Prokófiev; él había hecho retumbar la sala, se había impuesto el metal y la cuerda.
Ella, niña de ciudad, lo conoció vestido de chaqué, se enamoró de la soberbia con que batía los timbales de cobre y piel de cabra.
Hicieron pareja y viajaron con la orquesta, de una ciudad a otra, de un país a otro, conocieron sitios y gentes.
Ella lo amó.
A él le gustaba sentirse admirado.
Cuando llegó la enfermedad, él quiso esconderse, y lo hizo aquí, en la casa alquilada.
Ella seguía amándolo.
Es duro amar a alguien que está amargado, que vive con rencor, que echa de menos lo que fue, lo que no volverá a ser.
Una tarde, el estudiante, que bajaba, se encontró con el timbalero, que subía, también borracho. El estudiante agarró al timbalero por los mofletes, le dio un beso en la frente, y le dijo:
-Cuéntame cómo sonaban tus timbales.
El timbalero, soberbio, altivo, borracho, empezó a golpear el aire:
Ban a bon! -decía-. ¡Bon!¡Bon!¡Bon!
Y el estudiante, a reír, sentado en el suelo, se agarraba la cabeza con las manos y reía. Vino la mujer del timbalero, y al ver cómo se reía el estudiante, le tiró piedras, le dio puñetazos y lloró. Quiso abrazar a su hombre, pero él seguía batiendo:
Bon! ¡Abon! ¡Bon! ¡Ban!
Wagner o algo así, no sé.